La caída del Imperio romano selló el final del mundo antiguo y dio paso a otra era, la Edad Media, en la que nuevos pueblos ocuparon el vacío de poder producido tras la desmembración del Imperio. Supuso el ocaso de la civilización que en la Antigüedad dio forma a los pilares sobre los que se construyó Occidente, tanto en su vertiente geopolítica como cultural. A la hora de buscar las posibles causas de dicho ocaso, encontramos señales que parecían anunciarlo en varios escenarios.
La amenaza de Oriente
A principios del siglo III, el rey Ardacher I se había hecho con el poder en Persia, poniendo fin a un largo período de luchas intestinas que habían debilitado a la monarquía, circunstancia aprovechada por Roma para mantener su control sobre esa región.
Ardacher inició una serie de campañas militares para extender sus dominios a costa de los territorios fronterizos con el Imperio. En aquel tiempo el emperador era Alejandro Severo, un joven débil dominado por su madre, Julia Mamea, de fuerte carácter. El propio Alejandro Severo encarnaba algunos de los problemas que habían conducido al declive de Roma.
Nacido en la ciudad de Arca Cesarea, en lo que hoy en día es Líbano, era originario de la periferia del Imperio. Con apenas trece años, había accedido al trono en el año 222 después del asesinato de su antecesor, Heliogábalo, magnicidio que ponía en evidencia la inestabilidad política del régimen. Recibió unas arcas públicas en bancarrota y un ejército descontento que sufría el retraso en sus pagas. En Oriente, los problemas no tardaron en multiplicarse.
Ardacher, conociendo la debilidad de su enemigo, atacó en 230 la provincia romana de Mesopotamia. Los legionarios que la defendían habían pasado los últimos años combatiendo en guerras civiles; a su falta de cohesión se unían su indisciplina y escaso entrenamiento. La campaña fue un auténtico paseo militar para Ardacher, que saqueó Mesopotamia.
Alejandro Severo intentó negociar un acuerdo, pero las conversaciones fracasaron. El emperador se preparó entonces para la guerra y se dirigió hacia Oriente al frente de una fuerza expedicionaria reclutada en todos los rincones del Imperio, pero la moral de los legionarios era muy baja y se produjeron varios motines antes.
A pesar de los problemas que afectaban a las tropas del emperador, la simple presencia del ejército de Roma sirvió para que los persas se retirasen precipitadamente de la provincia. Finalizada la campaña, Severo volvió a Roma para celebrar su triunfo, aunque la alegría no duró demasiado.
En 234, apenas un año después de su regreso, hubo de partir hacia la frontera del Rin para hacer frente a nuevas dificultades. Las tribus germanas situadas en la ribera oriental del Rin siempre habían sido consideradas un enemigo peligroso.

El asesinato del emperador Alejandro Severo y su madre Julia Mamea por Bartolomeo Pinelli (1810).
Con el propósito de pacificar la región, el emperador Augusto elaboró un plan para anexionar los territorios que se extendían desde el Rin hasta el Elba, pretensión que sería olvidada cuando sus legionarios fueron masacrados por los germanos en la batalla del bosque de Teutoburgo.
Rebeliones militares en Roma: causas y consecuencias
Este fracaso obligó a Roma a mantener guarniciones en las orillas opuestas del Rin y del Danubio, que se convirtieron así en el límite de las fronteras del Imperio. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo III se hizo evidente que eran insuficientes para proteger los asentamientos romanos de las continuas incursiones germanas.
Alejandro Severo, acompañado por su madre, acudió al Rin para asumir el mando de las legiones con las que pensaba contener a los bárbaros. Consciente de su debilidad y en un intento de ganar tiempo, envió importantes cantidades de oro y plata para sobornar a los principales caudillos germanos más proclives a Roma.
Estos gestos conciliadores fueron interpretados por los legionarios como una ofensa. Cansados de soportar las arbitrariedades de su emperador y las veleidades de sus mandos, los soldados se amotinaron en el campamento imperial establecido en las cercanías de la actual ciudad de Maguncia, asesinaron a Alejandro Severo y a su madre y proclamaron emperador a Maximino el Tracio, veterano general al mando de las legiones acantonadas en la frontera.
Apoyado por la guardia pretoriana, su nombramiento fue confirmado por el Senado, aunque la mayoría de sus miembros no viesen con buenos ojos sus orígenes humildes y ascendencia goda. De esta forma, Maximino se convirtió en el primer emperador con sangre bárbara en sus venas.
Anarquía política, conflictos militares y persecución cristiana
El asesinato de Severo en 235 fue el inició de la que ha sido conocida como la crisis del siglo III, etapa marcada por la anarquía política derivada del intervencionismo militar. En un plazo de cincuenta años hubo veintiséis emperadores, de los cuales todos salvo uno murieron de forma violenta en conspiraciones y golpes de Estado.
Durante este período, el Imperio romano también se enfrentó a una serie de graves problemas económicos y sociales que acabaron minando sus cimientos. Maximino el Tracio desarrolló una política que reincidió en los mismos errores de su antecesor.
Logró poner fin a la campaña militar contra los bárbaros con algunas victorias pírricas que lo único que consiguieron fue posponer el problema. Enfrentado al Senado y a las clases nobles, que nunca lo aceptaron, incrementó sus impuestos con el fin de financiar los gastos militares, aumentando así su descontento y recelo.

En este palacio de la costa dálmata (actual Split, Croacia) pasó sus últimos seis años de vida.
El ejército había dejado de ser una fuerza de combate cohesionada y efectiva y se dividió en facciones dispuestas a apoyar las ambiciones políticas de sus mandos, o de todo aquel que les prometiera comida y botín. Además, para contener el imparable auge del cristianismo, el emperador ordenó la persecución sistemática de los cristianos, a los que declaró enemigos del pueblo de Roma.
Intrigas y batallas por el poder
En medio de todos estos graves problemas, a Maximino solo le preocupaba mantenerse en el poder: por ello, nombró sucesor a su hijo Máximo, con la intención de fundar una dinastía que perdurase. Mientras asumía la pompa y los atributos de los césares, apenas ejercía el control sobre una administración corrupta más allá de los límites de la ciudad de Roma.
En la provincia de África, las medidas arbitrarias de algunos funcionarios provocaron el descontento de los terratenientes, que, ante la lejanía de la autoridad emanada desde Roma, decidieron nombrar por su cuenta emperador al procónsul Gordiano.
El Senado vio en la revuelta la ocasión que había esperado para apartar a Maximino, lo declaró enemigo de Roma y reconoció a Gordiano como nuevo emperador. El césar de origen bárbaro no podía permitir aquel desafío a su autoridad y se apresuró a sofocarlo al frente de un ejército diezmado por el hambre y las deserciones.
Los augurios no parecían en un principio muy favorables a Maximino, pero la situación dio un giro inesperado que le permitió recuperar cierto control: el gobernador de Mauritania se mantuvo fiel y sus tropas derrotaron a Gordiano, que acabó suicidándose.
La eliminación de su principal enemigo no supuso el triunfo de Maximino. El Senado no estaba dispuesto a arrojar la toalla y nombró a dos emperadores, Pupieno y Balbino, de familias nobles e influyentes. El primero asumió el mando de las operaciones militares contra Maximino, mientras que Balbino se ocupó de la administración del Imperio.
Mientras tanto, Maximino se encontraba con sus fuerzas en la ciudad de Aquilea, en el norte de Italia. Fue allí donde estalló un motín entre sus hombres. Cegados por la ira, el hambre y el agotamiento, asesinaron a Maximino y a su hijo. Pupieno y Balbino no corrieron mejor suerte. Enfrentados por el poder, fueron asesinados por la guardia pretoriana mientras discutían.
Roma en crisis: anarquía y tensiones sociales
En los años posteriores, la situación de Roma empeoró dramáticamente. Las legiones acantonadas en los límites situados más al norte del Imperio solo obedecían a sus generales, convertidos en líderes sedientos de poder. En Oriente, los sasánidas mantenían el pulso por controlar la región.

Maximino el Tracio, veterano general de ascendencia goda, fue el primer emperador romano bárbaro
La unidad del Estado se acabó fragmentando en varias entidades geográficas de efímera duración. En el año 260, las provincias de la Galia, Hispania y Britania se separaron para formar el Imperio galo. Dos años más tarde, Siria, Palestina y Egipto formaron un nuevo Estado con capital en Palmira y bajo protección sasánida.
En la siguiente década, emperadores como Claudio II el Gótico o Aureliano dedicaron todos sus esfuerzos a revertir la situación restaurando la unidad del Imperio y reforzando sus fronteras. Pero los años de continuas guerras, sublevaciones armadas e incursiones bárbaras habían pasado factura a la sociedad.
Se extendió una crisis económica tremenda. Las ciudades languidecieron y muchas fueron destruidas o abandonadas. Incluso la todopoderosa capital se protegió con altas murallas para defenderse de sus enemigos, ya fueran internos o exteriores.
El colapso financiero: causas y consecuencias
El comercio, uno de los pilares de la riqueza del Imperio, se vio gravemente afectado. Durante la Pax Romana, el intercambio de productos agrícolas y manufacturas entre distintos lugares del Imperio no había dejado de crecer y había generado ingentes beneficios para los mercaderes y una interdependencia entre las distintas provincias que contribuía a su cohesión administrativa y política.
Sin embargo, la crisis del siglo III provocó el colapso del sistema, al que también contribuyó la política financiera del Estado. Y es que, para el mantenimiento de su estructura política y militar, Roma dependía de la recaudación de impuestos, tarea difícil debido a las corruptelas internas y a las grandes distancias que la separaban de las provincias.
Para compensar este problema, los emperadores optaron por depreciar la moneda, reduciendo el contenido en oro y plata de las piezas acuñadas: de esta forma, disponían rápidamente de fondos para cubrir las necesidades del Estado, aunque a costa de reducir su valor de forma considerable.
Esta medida coyuntural se acabó generalizando, lo que provocaría que las monedas romanas dejaran de ser aceptadas en las transacciones comerciales. Además, al no existir mercados exteriores donde colocar las exportaciones tampoco había dinero para pagar las importaciones. Los precios de los productos básicos aumentaron de forma incontrolada y el pueblo empezó a pasar hambre. Muchos emigraron al campo y las ciudades se despoblaron. En medio de la ruina generalizada, el comercio quedó reducido a una economía de subsistencia.
La transformación de Roma: Diocleciano y su impacto en la Crisis del Siglo III
Hasta entonces, la explotación de los recursos de los territorios conquistados había servido para apuntalar el aparato del Estado y equilibrar el sistema, pero la interrupción de la expansión del Imperio cortó de golpe esa fuente de recursos hasta entonces casi inagotable. Cuando el desastre parecía inminente, surgió una figura decisiva.

Imperio Romano a mediados del Siglo III. Foto: CARLOS AGUILERA
Los orígenes de Diocleciano eran humildes. Soldado de las legiones ascendido por méritos de guerra, en 284, tras la muerte del emperador Caro y de su hijo Numeriano, fue aclamado emperador por las tropas en el transcurso de las campañas contra los persas.
Su elección no fue admitida por Carino, hijo también de Caro, que le disputó el trono y al que tuvo que derrotar militarmente. Los problemas que afectaban al Imperio eran de tal magnitud que, con buen criterio, Diocleciano decidió nombrar un coemperador con el que compartir las responsabilidades de gobierno. El nombramiento recayó en la figura de Maximiano, veterano oficial del ejército y hombre de su confianza.
Decidido a descentralizar el Imperio, en 293 Diocleciano también designó como césares a Galerio y Constancio, príncipes que debían actuar como sus lugartenientes mientras él se reservaba la jefatura del Estado. Juntos asumieron la tetrarquía o “gobierno de los cuatro”, ejerciendo cada uno de ellos como un auténtico monarca sobre la región del Imperio asignada.
Por otro lado, los primeros años del reinado de Diocleciano se caracterizaron por la adopción de medidas encaminadas a cerrar las diferentes heridas por las que se desangraba el Imperio. Mientras en Oriente se buscaron soluciones que combinaron la negociación diplomática con el uso de la fuerza, en el norte se optó por la solución militar para doblegar a los bárbaros.
Diocleciano se coordinó con Maximiano para lanzar una ofensiva desde dos frentes que sorprendió a sus enemigos. Para consolidar sus posiciones fronterizas, decidió establecer centros administrativos muy cerca de las zonas de conflicto, para dar una rápida respuesta si fuese necesario.
En el plano económico, el aumento de los gastos militares y de la reforma del Estado obligó a introducir cambios para mejorar la recaudación de impuestos, al mismo tiempo que medidas para que fuese más equitativa (que cada hombre pagase en proporción a sus ingresos).
Para evitar la depreciación de la moneda y recuperar su fortaleza en los mercados, también se reformó el sistema monetario. Sin embargo, estas medidas se vieron eclipsadas por el fracaso de una política de control del Estado sobre los precios para reducir la inflación.
Las profundas reformas de Diocleciano contribuyeron a dotar de estabilidad a su reinado, si bien su despiadada persecución contra los cristianos ensombreció esta etapa. El régimen mantuvo su fortaleza hasta que Diocleciano, agotado y enfermo, abdicó en 305 y se retiró a su palacio de la costa de Dalmacia.
Allí pasó sus últimos años sumido en una profunda depresión, viendo cómo se derrumbaba lo que había conseguido. Falleció en 311. La mayoría de los historiadores coinciden en afirmar que Diocleciano puso fin a la crisis del siglo III, lo que evitó que el Imperio se desmoronase y sentó las bases para que continuase cien años más. Pero con ello solo logró liderar su canto del cisne.
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