Es posible que actualmente sepamos más sobre la civilización egipcia que sobre ninguna otra de las antiguas, y existen un par de buenos motivos para ello. Por una parte, estamos hablando de la más duradera y refinada de las culturas que ha conocido el mundo, con unos cuatro milenios de historia, el doble de lo que lleva vigente el cristianismo. Por otra, nos referimos al sector más activo y dinámico de nuestro interés por el pasado: la egiptología.
Napoleón: ‘padrino’ de la egiptología
Podría decirse que la arqueología actual nació en Egipto, y que su impulsor original fue Napoleón Bonaparte. Las pirámides de Guiza siempre estuvieron allí, sirviendo al mundo de objeto de admiración, pero hasta el siglo XIX Occidente contemplaba de lejos el viejo universo faraónico.
En 1798, la expedición militar de Napoleón al Nilo para interrumpir la comunicación del Imperio británico con sus posesiones orientales integró a un comité de 170 naturalistas, filólogos, historiadores y dibujantes que llevaron a cabo, durante casi tres años, la primera gran misión arqueológica interdisciplinar realizada en el mundo. Sus resultados quedaron recogidos en los 21 tomos de la monumental Description de l’Égypte (Descripción de Egipto), una de las ediciones más importantes de la historia de la imprenta. La obra, cuidadosísima y exuberante, pesaba, en total, media tonelada y puso en marcha las apasionadas búsquedas de misiones francesas, inglesas, alemanas e italianas en el Valle de los Reyes que tendrían lugar en los dos siglos posteriores.

Las pirámides de Guiza, maravilla de la civilización egipcia. Foto: Istock
Pero lo más sobresaliente de todo aquel esfuerzo extraordinario resultó ser fruto del azar. A un teniente francés llamado Bouchard le pareció ver inscripciones en la piedra que estaban removiendo sus soldados durante unas operaciones de fortificación en la ciudad de Rosetta, 50 km al este de Alejandría. La miró más detenidamente y advirtió que los signos estaban agrupados en tres bloques diferentes, como si fueran tres alfabetos distintos. Lo eran: se trataba de un edicto faraónico redactado en jeroglífico, demótico y griego durante la época ptolemaica. Aquel monolito iba a ser la puerta por la que entraríamos en el conocimiento de la escritura jeroglífica 23 años más tarde, cuando el lingüista Jean-François Champollion consiguió rematar el descifrado de la piedra de Rosetta, lo que significaba resolver en gran medida el problema. De pronto, aquellos enormes paneles abarrotados de signos jeroglíficos que cubrían las paredes de los templos y de las sepulturas faraónicas iban a desvelarnos los misterios de la civilización del Nilo.
La moda del país del Nilo
El siglo XIX fue la época de los grandes egiptólogos depredadores, al calor del entusiasmo que sus descubrimientos provocaban en las ilustradas Londres, París o Berlín.
Lo egipcio estaba de moda y triunfaron personajes como Giovanni Battista Belzoni, un jovial italiano pelirrojo de dos metros de alto que trabajó en el teatro londinense y luego acompañó a las tropas de Wellington en la península Ibérica para amenizar sus descansos. Belzoni visitó Egipto y le cayó en gracia al bajá, Mehmet Ali. Fue el primer europeo que realizó excavaciones en el Valle de los Reyes, el gran cementerio de los farones. El descubrimiento de la magnífica tumba del faraón Seti I le hizo mundialmente famoso y, con sus exposiciones y publicaciones, consiguió que lo egipcio se enraizase en la cultura popular británica, al tiempo que se hizo con una fabulosa colección de piezas que fueron la base de las salas egipcias del Museo Británico.

La piedra de Rosetta recoge un edicto faraónico redactado en jeroglífico, demótico y griego durante la época ptolemaica. Foto: Istock
A Belzoni le siguieron otros investigadores europeos como el británico J. G. Wilkinson, que catalogó las tumbas del valle y recopiló importantes informes acerca del estado de los monumentos y sepulturas, que hoy se han deteriorado o han desaparecido.
Los expolios de Mehmet Ali
Se estima que la cantidad de piezas sacadas de Egipto en los dos últimos siglos puede ser superior a la que ha quedado allí. No solo por la rapiña y el contrabando, sino también por voluntad de los antiguos gobernantes otomanos; sobre todo, Mehmet Ali, que gobernó durante la primera mitad del siglo XIX.
Este sabía que su país estaba de moda en Europa y que allí se codiciaban los monumentos faraónicos. Negó a Francia, en 1829, su apoyo en la ocupación de Argelia, y ofreció como compensación los dos obeliscos de 23 metros de alto que flanqueaban la entrada al Templo de Luxor. Uno llegó a París y fue instalado en la plaza de la Concordia, donde sigue hoy en día. El otro no se movió de Egipto debido a dificultades de transporte.
En tiempos de Lepsius
Mehmet Ali era muy generoso cuando le interesaba. Lo fue con el rey de Prusia Federico Guillermo IV, que alentado por Von Humboldt patrocinó una misión arqueológica a Egipto de tres años, mandada por el lingüista Karl Richard Lepsius. Los prusianos eran gente de gran amor propio y sus actividades en el exterior no podían ser calificadas de ruinas. Así, la excelente dotación económica asignada permitió a Lepsius recoger materiales por todo Egipto, para lo que utilizó a veces explosivos. Al finalizar la misión, Mehmet entregó a Lepsius sus mejores hombres y transportes para facilitar el expolio: el regalo consistió en un conjunto de 15.000 objetos y piezas de todas clases –aunque ninguna de ellas mediocre– que son la base del Departamento de Antigüedades Egipcias del Museo de Berlín.
Francia, Gran Bretaña, Italia y Estados Unidos fueron otros tantos destinos para las antigüedades egipcias durante el siglo XIX, y no solo sus museos, sino también los salones de las clases altas. Finalmente, se implantó el sentido común francés ante la sangría histórica y artística que estaba padeciendo Egipto. Cuando el cuarto hijo de Mehmet Ali, Said Pachá, que había estudiado en París, llegó al poder, el prestigioso conservador del Louvre Auguste Mariette le propuso crear una institución (el Service des Antiquités) para velar por el patrimonio egipcio y donde exhibir las piezas más perfectas y delicadas. Se le ofreció un edificio en Bulak, antecedente del Museo Egipcio actual. Hoy es impensable sacar de Egipto una pieza arqueológica que no sea un regalo oficial, como el precioso Templo de Debod que correspondió a España por salvar los templos nubios que iban a ser anegados por las aguas de la gran presa de Asuán.
¿Un laberinto egipcio?
Quedan cosas fabulosas por aparecer. Una de las que más se ha hablado, aunque sin mucho fundamento histórico, ha sido el Gran Laberinto. Al mismísimo Heródoto debemos su descripción. En el Libro II de su Historia, narra: “Construyeron un laberinto cerca del lago Moeris y no muy lejos de la ciudad de los Cocodrilos. He visto este monumento y lo encuentro superior a toda descripción. Ninguna obra o edificio griegos pueden compararse: todos son inferiores. Los templos de Éfeso y de Samos son admirables, pero las pirámides los superan con mucho. Pues bien: el laberinto es todavía superior a las pirámides. Lo componen doce patios rodeados por muros cuyas puertas se encuentran enfrente unas de otras, seis al norte y otras seis al sur. Las estancias están duplicadas: hay 1.500 bajo tierra y otras 1.500 en la superficie. 3.000 en total. Visité las estancias superiores, de manera que hablo con conocimiento de causa, como testigo ocular. En cuanto a las estancias subterráneas no sé otra cosa que lo que se me ha dicho, pues sirven como sepulturas de los reyes que han construido el monumento y su visita está vedada. Pero las que recorrí en la superficie son a mis ojos lo más grande que los seres humanos hicieron jamás. Es imposible no quedar admirado ante la variedad de corredores tortuosos que conducen desde los patios hasta las estancias y de estas, a su vez, a otros patios. Cada sección del monumento está compuesta por una multitud de estancias que terminan en pasadizos, los cuales conducen a otras construcciones cuyas habitaciones hay que atravesar para desembocar en nuevos patios. Los techos son todos de piedra, así como los muros, decorados con figuras en bajorrelieve. En torno a los patios hay columnatas de piedra blanca muy bien dispuestas. En el ángulo en que termina el laberinto se alza una pirámide de doscientos codos de altura con figuras de animales esculpidos, a la que se entra por un corredor subterráneo”.
Una leyenda urbana griega
Tras Heródoto, otros cronistas e historiadores como Estrabón, Diodoro Sículo o Cayo Plinio dieron noticia de esta incomparable construcción laberíntica, que supuestamente podía visitarse aún en el siglo II de nuestra era. A partir de esa fecha, no volvió a saberse nada de ella: la que habría sido la obra arquitectónica más grande y compleja de la Edad Antigua se disolvió en el aire como si estuviera hecha de humo. Fue una leyenda urbana griega. En realidad, era el templo funerario adyacente a la pirámide de Amenhotep III.
Curiosidades:
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